Como todas las tardes yo, el Negro
Joselo y Anzoleaga nos encontramos cerca de la
universidad buscando como evitar el aburrimiento; inusualmente las calles
estaban desiertas, parecía que alguien
alertó a los vecinos que se quedaran en casa. Hacía mucho calor, daba la sensación que por debajo de las aceras estuviera corriendo un río de lava a punto de ebullir, el sol era tan fuerte
que los adoquines adquirían un reflejo
inusual. Quemaba la cara. No sabíamos si caminar por la sombra que se había
esfumado, o quedar cegados por el sol de
invierno. Si hubiéramos estado descalzos
creo abríamos terminado con ampollas en los pies. El calor era
intenso y las calles habían cambiado su tono, más plomizas, casi negras. Decidimos
subir la Landaeta, para refugiarnos en el “Yotuel” un bar que
daba la sensación de estar sobre un
balcón, tenía un timón de madera como de los barcos y mesas largas como de los mercados, lugar donde
se podía luquear[1] la llegada de amigos o alguna ñata con ganas de divertirse. Éramos una manga de vagos, Joselo era un k’olo
con barba, que vivía en la Riosiñho, grande, moreno y de buen humor, sus amigos decían que había que
cuidarse cuando estaba borracho, porque te agarraba a cabezazos. Anzolega en
cambio era muy petizo, de no ser por el tamaño de su cabeza lo hubieran
confundido con un enano. Por las noches dormía con ruleros para que su cabello se
haga ch’iri[2].
Parecía estar riendo todo el tiempo,
creo que estaba algo perturbado por la
cantidad de yerba que se fumó desde la secundaria.
Pedimos dos “infames”, tragos preparados con singani a
granel, agua y un poco de “Kolinos” pasta dental que le proveía un sabor a menta. Eran
asquerosos hasta que consumíamos la primera botella, luego de la segunda nos
acostumbrábamos al sabor a caña podrida que se impregnaba en la garganta. Las
conversaciones de El Negro Joselo y Anzoleaga daban la sensación de estar sincronizadas. Se vibraban. Las
actitudes y sus movimientos, el intercambio de miradas, la respuesta a sus comentarios y las risas parecían ensayadas de antemano, de
rato en rato volvían, uno a uno, del baño sosteniendo la respiración y dejando
escapar, por la comisura de sus labios, un azulado humo. Yo me hacía el que no me daba
cuenta que se pasaban disimuladamente el
“toco”; una pipeta hecha de papel de estaño que le sacaban a las cajetillas de
cigarros y que Anzoleaga, con el encendido de un pucho disipaba el olor a
marihuana que les seguía. Terminadas las dos botellas de trago no llegó Lautaro y ninguno de los amigos para salvar la tarde con
más licor. Decidimos ir a dar una vuelta por los alrededores a seguir perdiendo
el tiempo y a ver si alguno de nuestros conocidos estaba con ganas de chupar y
rajarse otros dos infames.
Llegando a la Héroes del Acre nos
introducimos al ex asilo San Ramón; por entonces los internos, ancianos abandonados por sus familiares,
fueron retirados a otro albergue debido a una trifulca entre dos viejos que se
habían disputado una sopa de fideo a cuchillazo limpio, quedando uno de ellos
con media daga en el ano.
Llegamos a conocer todos los rincones de ese hospicio, porque, no sé en qué momento se nos ocurrió a Anzoleaga y yo, estudiar Arquitectura. Las aulas de la Carrera se habían instalado en ese manicomio. Subimos unas gradas de mármol empinadas, la puerta como de iglesia impedía entrar al patio central, donde un Cristo de cemento blanco con los brazos abiertos y el corazón en el pecho te daba la bienvenida, había una especie de catacumbas debajo la estatua manchada por las lágrimas de los sauces que la rodeaban. En el sótano, los cocineros habían dejado ollas viejas, sartenes agujeros, calatravas, cuchillos largos y oxidados que usaban los encargados de filetear la carne, estaban sin cacha, por un momento al sostener uno de los oxidados aceros imaginé el dolor del abuelo que murió ensartado por disputarse su cena.
Llegamos a conocer todos los rincones de ese hospicio, porque, no sé en qué momento se nos ocurrió a Anzoleaga y yo, estudiar Arquitectura. Las aulas de la Carrera se habían instalado en ese manicomio. Subimos unas gradas de mármol empinadas, la puerta como de iglesia impedía entrar al patio central, donde un Cristo de cemento blanco con los brazos abiertos y el corazón en el pecho te daba la bienvenida, había una especie de catacumbas debajo la estatua manchada por las lágrimas de los sauces que la rodeaban. En el sótano, los cocineros habían dejado ollas viejas, sartenes agujeros, calatravas, cuchillos largos y oxidados que usaban los encargados de filetear la carne, estaban sin cacha, por un momento al sostener uno de los oxidados aceros imaginé el dolor del abuelo que murió ensartado por disputarse su cena.
Salimos de la cueva y nos fuimos
hacia una de las aulas de la Facultad de Agronomía, que funcionaba en el otro
extremo del edificio, nos encontramos con Lautaro, formaba parte de una
red de vendedores de droga que se habían loteado las distintas Facultades para sus negocios anímicos.
Vendían al raleo, coca, hashish, opio y marihuana y si les solicitabas de antemano
te podían conseguir yumbina. Los ojos
hinchados, como si recién se hubiera despertado. Al hablar, parecía que estuviera
sorbiendo saliva. El Negro recibió una “jaca”[3]
él a su vez le entregó unos papelitos
como si fueran diminutos sobres de carta.
Al volver, los ojos de El Negro Joselo parecían brillar de felicidad. Salimos
del aula y nos fuimos al otro lado de la casona; pasamos por unos callejones
estrechamente angostos, algunos no conducían a ninguna parte, subimos pequeñas
gradas de piedra hasta llegar a una
especie de cámara donde todavía permanecía una puerta de madera gruesa,
perecida a una bóveda de Banco. El
administrador del edificio, un camba farsante, nos dijo que ahí encerraban a los
viejos y les manguereaban con agua helada para aplacar sus gritos cuando
perdían el juicio.
Seguimos nuestro trayecto, para
eso, el efecto del alcohol ya había
dejado nuestros cuerpos. Osados, desafiamos al equilibrio trepando por los techos de la capilla, donde se podía ver
la luminosidad del Illimani, igual a la pintura de Borda, que desde el tumbado
de una habitación, Felipe Delgado y sus amigos contemplaban todas las tardes.
De pronto aparecimos dentro la
propia capilla, al descubrir una salida que daba al altar mayor de esa pequeña
iglesia. En un rincón estaban apilados unos lienzos rotos con imágenes de
Cristo. En la oscuridad pudimos apreciar escenas de la Pasión de Jesús, parecidas a las de Caravaggio, imágenes de su
calvario. En otro cuadro, un hombre era desclavado de la cruz por otros
hombres, a la derecha vi otras telas firmadas por un tal Villegas, por todos
lados habían sillas desplegables de madera y base de cuero, todas rotas.
Alrededor de la capilla los ventanales dejaban pasar la luz por medio de
vitrales de colores verde y amarillo en forma de trébol de tres y cuatro hojas,
y una cantidad de pasajes religiosos que aún los universitarios conservan.
Anzoleaga ubicó el lugar más
adecuado para encender su pipa con la mota que recibió de El Negro, justo
debajo de la imagen de la virgen, que aún no la habían retirado. Era una
hermosa mujer que llevaba un manto azul con estrellas amarillas, las mangas anchas y largas impedía ver sus dedos cruzados, no
llevaba al niño, pero tenía un aspecto resignado, miraba a un lado como si no
quisiera ver a Anzoleaga, que se disponía a drogarse. Joselo le dijo que se
apartara del lugar en señal de respeto,
yo hice lo propio; nos alejamos de la cripta y fuimos a parar a otro lado,
¡aquí no nos verá nadie! Dijo Anzoleaga con su encendedor en la mano. Yo empecé a transpirar porque en
varias oportunidades logré engañar a mis adictos compañeros, fingiendo absorber
el humo de la marihuana cuando me enchufaban la pipa en la boca; esta vez no
creo sea tan fácil repetir la artimaña. Nos
metimos al confesionario que por varios
años, cientos de pecados fueron absueltos, espero que a nosotros también nos perdonen por fumarnos
esos porros sin un cura que nos confiese.
Con total delicadeza, Joselo
metió su mano al pecho como queriendo tocarse el corazón; con el pulgar y el dedo del medio sacó del bolsillo de la camisa una caja de fósforos
que le entregó Lautaro, tenía el dibujo de un duendecillo de orejas
puntiagudas, como las del Doctor Spock
de Viaje a las Estrellas, el Elfo vestía un
buzo verde con cinturón negro, las dos manos agarraban un gigante palo de
fósforo, su cabellera parecía una llamarada encendida, al fondo, en color amarillo, se
veía el mapa de Bolivia y en azul la silueta de la fábrica de fósforos con las
chimeneas humeando. Introdujo el dedo índice para deslizar el contenido de la
caja, como si quisiera sacar un palito, al tiempo de abrir alcance a ver la
caja llena de “gras” como también
llamábamos a la marihuana. Mi corazón empezó a latir más de prisa, creí que mis circunstanciales colegas de
confesión también sentían el bomboneo cardiovascular que me fatigaba el pecho.
No debían darse cuenta de mi desesperación porque yo era el líder del grupo, el
manda más, el que daba las instrucciones,
el que sabía lo que se debía hacer, aun, cuando fumábamos en los bares y
discotecas conseguía evadir sus controles y nunca se dieron cuenta del engaño
perpetrado, saliendo impoluto de las sesiones “espirituales” sin que jamás haya
injerido el humo de las “habichuelas”. Esta vez no tenía salida, pereciera que
el destino nos juntó en ese habitáculo cristiano.
¡Puta mierda, es punto rojo! dijo Anzoleaga,
con alegría, ¡colombiana! dijo El Negro
Joselo. Se me arrugó el cuerpo, la tensión hizo que me encorvara un poco, las
manos no encontraban su lugar, a ratos me friccionaba la barbilla, a ratos me
rascaba la oreja, no podía disimular mi nerviosismo, quería salir de allí ¿pero
cómo?. El Negro envolvió uno de sus
dedos con papel estañado, como si quisiera hacer un cartucho, jaló suavemente hasta obtener un pequeño tubo
con ribetes blancos; utilizando su dedo meñique doblo una esquina formando una
pipeta de estaño, cargó el instrumento con la “colombiana”. Anzoleaga no se hizo esperar blandiendo el
fuego de su encendedor de mecha, la pipa enrojeció como un pequeño volcán, la
cara del negro parecía desfigurarse de placer, aguantó la respiración y
chasqueo sus dedos, como si algo le picara, no pudo aguantar más la contención del aire
provocándole una tos seca que le hizo, abruptamente, expulsar el humo. En voz muy
baja, casi apagada dijo ¡eeessta muy buena!, inmediatamente Anzoleaga se puso
el toco en la boca y encendió la pipa, aspiró tan fuerte que hizo reventar,
como pipocas, algunos cogollos de la mota, la risa los invadió; yo atine a reír también, pero con cara de
palo. Tensa. Otra vez la tos, invadió el confesionario multiplicándose por el
eco en las naves de la iglesia. Anzoleaga se atragantó con la profunda
aspiración, sus ojos se inyectaron de sangre expectorando el humo en mi cara.
Ahora me tocaba a mí. Con la tos y sus
gestos me sugestionaron más, recibí el instrumento humeante aún; me sentí igual
que los soldados de un pelotón de fusilamiento que escogen la pajita más
chica, para llevar adelante el encargo. De miedo Cerré los ojos y chupé la boquilla de
la pipa mojada con restos de saliva de El Negro y del Chato Anzoleaga, intenté retener
el humo como en un concurso de quien aguanta más la respiración, evite toser pero
la droga pudo más. Me salió una tos de perro profunda y sorda, al devolver
el estañado ya me encontraba volando, es decir, estaba en pedo.
El tiempo se hizo más lento al abandonar
la capilla, como si al atravesar la puerta de salida del oratorio entráramos en una atmosfera diferente; más de
un centenar de alumnos
se disponían abandonar la ciudad,
cargaban, picotas y palas, sus mochilas
nos impedían el paso; de repente toda la Facultad se había convertido en una
terminal, el ruido se hacía insoportable
y el gas de los motores de los camiones
empezó a eclipsar el sol, estaba totalmente drogado y mis amigos no
debían darse cuenta.
Me esforcé por aparentar que todo
estaba en orden, aunque todo me parecía extraño: mis movimientos, la forma de
hablar, las gesticulaciones de mis amigos, el dejo que imprimían a sus palabras
tenían un tono alargado, parecía que estuvieran masticando las palabras y yo no cachaba su conversación, creo que no me
tomaron en cuenta en sus alucinaciones o no estaba sincronizado con sus vibras.
Mis pensamientos, resultado de
varios años de sermones de curas en el colegio,
empezaban a acusarme sin tregua. Una voz, no, varias voces que provenían
del fondo de mi conciencia adormecida, me sentenciaban que había traspasado los
límites de lo permitido y que había entado en otro mundo, una especie de
infierno, donde todos sentían la presencia de un extraño, los alumnos y los
profesores me miraban, como si estuviera
desnudo, más aún como si desconfiaran del intruso que se metió en ese averno sin haber hecho méritos, ni haber pagado derecho de piso, los ojos saltones
como advirtiendo la presencia de un infiltrado si antecedentes.
Mantuve la calma, quería correr,
pero no podía darme esa licencia; era yo
el líder, un líder de papel que estaba a punto de hincarse y ponerse a llorar de arrepentimiento, pero más
pudo la apariencia, aunque muy deleznable, en cualquier momento me derrumbaría,
aunque por dentro estaba por lo suelos.
El Negro, versado en esas lides,
se dio cuenta de mi silencioso tormento, le hizo una señal a su cómplice y
urdieron un plan para divertirse conmigo. A mi martirio unidimensional se
sumaron el léxico engolado de sus palabras, que me sugerían las más alocadas
alternativas para salir de este trastorno sicotrópico que me mandó por un vuelo
incontrolable. Narcotizando hasta la fibra más diminuta de mi cerebro no tenía alternativa, y confiado en sus recomendaciones, claro, no
podía dudar de hombres de dilatada experiencia y años de práctica marihuanil,
seguí sus consejos y entre al juego, sin saber que era un juego de
drogos que me elevaría más la confusión, creyendo de esta forma salir del pedo.
Mi mente sentía una polifonía de voces, de las
que destacaban las del Negro Joselo y Anzoleaga, sumadas al eco de mis más
profundos valores éticos y morales, ambos entraron en tensión sobretodo las ideas del bien y del mal, no se si
existirán otras ideas para evaluar tu comportamiento, quizá una tercera opción
para librarnos de esa dicotomía que rige
nuestros actos. En ese momento atiné a
identificar al mal en las voces de mis colegas, y las del bien a las
estructuradas por la sociedad, aunque
ambas llegaban de igual manera a ajusticiarme en un torbellino de pensamientos y lucha inmaterial, poniendo en duda toda una
escala de valores y mi incipiente
capacidad, enturbiada por los alucinógenos, de elegir el camino a seguir.
Anzoleaga me dijo que para salir
de la confusión, que hasta ese momento
olvidé que fue producto de la aspiración del humo de la yerba punto rojo de
origen colombiano, debía seguir atentamente el juego de los números donde el
Negro Joselo, aleatoriamente pronunciaría cantidades numéricas y que yo debía
adivinar el siguiente numero que se originaria en la mente de este inadaptado,
claro esta, toda la noche estuve repitiendo números sin nunca coincidir con las
cifras de El Negro y a cada intento fallido, surgían las risas de mis crueles
amigos y yo me sumía más en el laberinto de angustia y desesperación por salir
de este ingenuo adormecimiento.
Al fin algo de razón asomó por mi débil y manejable conciencia. Presa del
pánico decidí alejarme de mis eventuales camaradas de vuelo, salí disparado por
la puerta de garaje del Monoblock el cual no sé cómo llegamos, atravesé la 6 de
agosto cerrando los ojos, subí por la Aspiazu hasta dar con la Av.
Ecuador, llegue hasta una capilla donde noche antes el cura celebró una misa al
compas de “Escaleras al Cielo” de Led Zeppelín, vi las luces encendidas, creo que estaban celebrando un matrimonio y se
disponían a recibir el santo sacramento, me puse a la fila de los feligreses y
los testigos de la boda con la seguridad
de que el cura, que se parecía al Negro Joselo no me preguntaría un número
antes de darme la ostia, la que me retornaría con los buenos.
Desperté en mi cuarto, creo que
era cerca de la tres de la mañana, mi madre me daba una infusión que contenía
flores amarillas con leche, sentí una tos muy fuerte que hacía saltar mis ojos
de sus órbitas, miré a mi alrededor y vi una cantidad de frascos de remedios para
la tos, creo que eran cerca a diez los que me había tomado, solamente quedaban
dos pastillas de la sarta de antigripales que había injerido, que según mi hermano fueron los que me
causaron esta pesadilla. Hasta ahora no estoy seguro de que mis alucinaciones
fueron producto de la marihuana que fumé o los efectos de los medicamentos
que exageradamente tomé para curarme del resfrió a fin de asistir al
examen final para titularme en la
carrera de veterinaria y aún no puedo
darme cuenta si fue un sueño o realmente pasó esa extraña experiencia con El Negro Joselo y Anzoleaga. Aunque no tengo
amigos que se llamen así.
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