Hace poco fui confinado de la
televisión local por intereses mezquinos de su Directora que urdió un plan para
apartarme de la programación en caso que no cumpliera sus afiebradas exigencias.
Libre de tener que acceder a esas detestables y malsanas obsesiones opté por
una beca al curso de Cultura Latinoamericana y Caribeña en el CELARG de
Caracas. Como siempre, antes de subir a cualquier avión, tuve que visitar a mi
psicólogo para que me convenza que durante las cuatro horas de viaje, la nave no
sufrirá contratiempos ni se estrellará conmigo a bordo, obsesión que me invade antes de subir a cualquier
aeroplano. De nada sirvió la terapia “express” y los antidepresivos recetados;
durante el vuelo estuve adherido al asiento
cerca a la ventanilla que da a las turbinas, los ojos desorbitados, como
los de un gato en medio de bocinazos. Camino del hotel sentí el sofocante clima
caribeño. Como siempre el taxista estuvo malhumorado, no pudo dar con el
alojamiento que reservé antes de concretar el viaje. Se nota que quiere
deshacerse de mí, porque le dije que pagaría al llegar al hotel; seguramente se
dio cuenta que no llevaba billetes venezolanos y que armaré todo un revuelo con
el encargado del hotel para que pague la carrera. Menos mal que el Botones
rápidamente se dio cuenta que no traía efectivo y se entendió con el roñoso
taxista. El calor en el hospedaje daba
la sensación de estar al lado de un horno de fundición. Apenas pude dormir. Al
despertar sentí que algún sancudo se aprovecho del dedo gordo de una de mis
piernas, dejándome un rojo sabañón más
parecido a un juanetes, el escozor impidió que me concentre durante la
inauguración del curso, que a momentos, abandonaba para rascarme la falange del
pie con especial deleite. Odio los dispositivos de aire acondicionado ubicados
por todas las salas del centro académico que luego de tres semanas de clases, encerrados
como en un frigorífico, empecé a percibir escalofríos, catarro y molestias
gripales que los altiplánicos sentimos al pisar suelo tropical. No pude más,
salí desesperado de la congeladora, donde mis compañeros caribeños se sentían a
gusto; en la calle, nuevamente el calor infernal, me subí al taxi y
automáticamente se cerraron las ventanillas y otra vez el maldito aire
acondicionado que me enfrió el cuerpo como los rieles del tren en Siberia. No
atiné a decir nada, solo miré la cara del conductor que sonreía creyendo que me complacía al poner frío su
carro. Bajé maldiciéndolo. En la botica, me sentí como una carne congelada que se va cocinando a
la parrilla, nuevamente el calor empezó apoderarse de mi cuerpo, pedí al
farmacéutico una pastilla para que me corte esa viscosa y sobreabundante mucosidad
que no soportó ningún kleenex; llegué
al hotel con cinco variedad de antigripales, la temperatura de mi cuerpo más el
calor sofocante de la habitación mi hizo encender el odiado aire acondicionado,
creo que pasé más de una hora prendiendo
y apagando, girando y aplastando el termostato para hallar la temperatura
adecuada, lo único que conseguí fue embromar la perilla. El cuarto empezó a
calentar más de lo debido, las paredes parecían hechas de ladrillos
recientemente horneados, pensé que era la
temperatura de mi cuerpo y decidí, de una vez por todas, cortar este resfrió. Me
fui al baño, abrí mi pequeño bolso que llevo a los viajes; un pequeño botiquín
con una variedad de remedios para momentos difíciles como el que ahora
enfrento, saltan a la vista una infinidad de pastillas para el estreñimiento,
calmantes para las muelas, cápsulas para el dolor de cabeza y algunos ungüentos. Saco una bolsita de té de
manzanilla, abro el grifo de agua caliente del lava manos y dejo que la manzanilla
se disuelva a tiempo que cuelgo una toalla en mi cabeza con intenciones de
respirar profundamente el vapor que emana del pequeño recipiente que está a
punto de rebalsar. Apenas logro humedecer la cara cuando el agua invade la
repisa, el calefón se queja por el esfuerzo y emite un rugido de cañerías retorcidas
enfriado estrepitosamente el agua. Frustrado en el intento de improvisar un
vaporizador decido acostarme con la ventana abierta, busco en los veladores “Mentisan”
remedio milagroso elaborado en altas montañas de los andes, que la noche anterior me estuve untando al cuello; no
hallé por ningún lado el pequeño envase, sospecho que la mucama lo sustrajo
para espantar a las cucarachas. Apelo nuevamente a mi bolsa de remedios,
encuentro un parche “salonpas” seco, sin el olor a alcanfor. El pesimismo me
invade, tiró bruscamente los remedios junto a su bolsa, las ampollas de vitamina
B 12 explotan en la pared, los antidepresivos y la receta para adquirirlos sin
problemas, se hunden en el líquido rojo, quisiera llamar a uno de mis
compañeros de aula que también están alojados en el hotel; un chileno y un
mexicano con los que más afinidad tuve en estos días, pero decido no molestar,
pese a que noche antes tuve que friccionar las espaldas escuálidas del
mapochino, que también sitió el síndrome de los ventiladores. El calor es insoportable,
pero me estoy congelando; me meto en
cama, siento que no lograré conciliar el sueño debido a la gran congestión,
hago esfuerzos por llenar de aire mis pulmones y solamente alcanzo a suspirar,
creo que la mucosidad terminará ahogándome, aún cuando hace un rato vacié mis
fosas nasales de esa melaza amarillenta. Tirado en cama boca abajo y con un
brazo colgando como péndulo, rendido logro divisar al pie del velador una
minúscula pomada envasada en lata de color rojo con letras chinas, destapo el
ungüento, que más parece grasa de automóvil, aplico su contenido, un cebo color
café, mi pecho decolora en rojo por la intensa fricción y como por arte de
magia y en pocos segundos, la pomada
convertida en aceite deja penetrar libremente el oxigeno por mis arterias
pulmonares, caigo rendido al sueño y bendigo a los chinos por su diminuta
pomada. A las cuatro de la mañana, luego
de una hora de sueño, siento la sensación de ahogo. Me despierto sobresaltado, respiro
como si tuviera algo atravesado en la garganta y percibo esa pegajosa jalea con
la sensación que se ha esparcido
como una gelatina por toda mi caja
torácica, reflexiono mentalmente y culpo al “mentisan chino” de haber duplicado
el moco, incluso siento el peso de esa masa que me impide tragar el aire. Para
esto mis nervios ya están crispados y estoy a punto de perder la cordura,
decido pedir auxilio, llamo con desesperación a mi colega chileno, las palabras
se me apagan, como si estuviera hablando en voz baja, le digo que me lleve a un
centro médico que en cualquier momento moriré asfixiado; del otro lado del
auricular y a medio despertar me dice que no debía haber interrumpido su sueño
y que llame al encargado del hotel, el momento es crucial y no me queda tiempo
para insultarle por la descortés respuesta. Creo que los minutos apremian y si
no reacciono rápido moriré atragantado por esa especie de silicona en que se ha
convertido mi secreción pulmonar, decido salir de la habitación en busca de
ayuda, llamo al ascensor que no se deja esperar, desciendo hasta hablar con el
encargado que me nota un tanto morado, como si alguien acabara de estrangularme,
atino a balbucear algunas palabras que, seguro por la desesperación, el
encargado no me entiende y decide hacerme señas donde se encuentran los radio
taxis del hotel, con los pies descalzos y sosteniéndome el pijama con una mano
para ocultar mis nalgas flácidas,
imploro que alguien me lleve a un hospital, los chóferes están más ocupados en
su juego de naipes y me miran como si
fuera algún mendigo alcohólico semidesnudo que grita con voz ilegible. Al fin
uno, el más joven del grupo se digna ayudarme, para esto ya estoy en completo
pánico y complico aún más mi ventilación pulmonar al no recibir oxigeno en cada
inhalación que hago, grito con todas mis fuerzas y no logro articular palabras,
creo que es el fin. Busco algo filoso para aplicarme una artesanal traqueotomía,
para mi desgracia no hay nada parecido a
una navaja o bolígrafo para asestarme un corte en la yugular, inclino mi cabeza
la apoyo al respaldar del asiento para estirar la laringe, como en una silla de
dentista, los dedos en ve, como si estuviera haciendo la señal de la victoria, pero
cerrados y hacia abajo, logro introducirlos en mi garganta, como si tratara de
recoger una horquilla de un pequeño orificio. Con fuerza logro clavar mis dedos
para abrir paso al aire, que de por sí es más grueso y pesado a esa hora. Lo
único que logro es provocarme una arcada que devuelve parte del sándwich que me
comí en la tarde. La escena es desesperante porque atormento al taxista
golpeando su asiento exigiendo velocidad. Llegué al hospital colgado del hombro
del conductor, atravesando una hilera de
baldosas en medio del césped, mis pies despojados de los zapatos sintieron la
rugosidad del pasto que empezaba a sudar
igual que yo. Dos hombres vestidos de blanco me dieron la bienvenida, los
reconocí con la alegría de un perro que ve a su amo después de mucho tiempo, me
subieron a una camilla a tiempo que trataba inútilmente de explicar mi problema
respiratorio. Me pidieron alguna identificación y si yo estaba asegurado en esa
repartición médica, sólo atiné a mover la cabeza negando aquella condición, lo
que inmediatamente borró la sonrisa de los galenos que me dejaron en medio
pasillo exigiendo que pase a cancelar mi derecho de atención. Me quedé más mudo
de lo que había llegado, acaso no es una emergencia grité, no sé si mentalmente
o con palabras débiles que para ese momento no alcance a diferenciar. Debí
poner cara de Lázaro antes de su
resurrección que logró ablandar el corazón de mi amigo taxista, se apiadó de mi
condición, pagándome la consulta al que casi hincado, agradecí. Al día
siguiente me encontré subiendo al avión que me traería de vuelta, sin lograr
recibir mi certificado de participación del curso de Cultura Latinoamericana.
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