viernes, 27 de diciembre de 2013

MARIHUANA



Como todas las tardes yo, el Negro Joselo  y  Anzoleaga nos encontramos cerca de la universidad buscando como evitar el aburrimiento; inusualmente las calles estaban desiertas, parecía que  alguien  alertó a los vecinos que se quedaran en casa.  Hacía mucho calor,  daba la sensación que por debajo de las  aceras  estuviera corriendo un río de lava  a punto de ebullir, el sol era tan fuerte que  los adoquines adquirían un reflejo inusual. Quemaba la cara. No sabíamos  si caminar por la sombra que se había esfumado, o quedar cegados por el  sol de invierno.  Si hubiéramos estado descalzos creo abríamos terminado con ampollas en los pies. El calor era intenso y las calles habían cambiado su tono, más plomizas, casi negras. Decidimos subir la  Landaeta,  para refugiarnos en el “Yotuel” un bar que daba la sensación de estar  sobre un balcón, tenía un timón de madera como de los barcos y  mesas largas como de los mercados, lugar donde se podía luquear[1]  la llegada de amigos o  alguna ñata con  ganas de divertirse.  Éramos una manga de vagos, Joselo era un k’olo con barba, que vivía en la Riosiñho, grande, moreno  y de buen humor, sus amigos decían que había que cuidarse cuando estaba borracho, porque te agarraba a cabezazos. Anzolega en cambio era muy petizo, de no ser por el tamaño de su cabeza lo hubieran confundido con un enano. Por las noches dormía con ruleros para que su cabello se haga  ch’iri[2]. Parecía estar  riendo todo el tiempo, creo que  estaba algo perturbado por la cantidad de yerba que se fumó  desde la secundaria.
Pedimos dos  “infames”, tragos preparados con singani a granel, agua y un poco de “Kolinos”  pasta dental  que le proveía un sabor a menta. Eran asquerosos hasta que  consumíamos  la primera botella, luego de la segunda nos acostumbrábamos al sabor a caña podrida que se impregnaba en la garganta. Las conversaciones de El Negro Joselo y Anzoleaga daban la sensación  de estar sincronizadas. Se vibraban. Las actitudes y sus movimientos, el intercambio de miradas,  la respuesta a sus comentarios  y las risas parecían ensayadas de antemano, de rato en rato volvían, uno a uno, del baño sosteniendo la respiración y dejando escapar, por la comisura de sus labios, un  azulado humo. Yo me hacía el que no me daba cuenta  que se pasaban disimuladamente el “toco”; una pipeta hecha de papel de estaño que le sacaban a las cajetillas de cigarros y que Anzoleaga, con el encendido de un pucho disipaba el olor a marihuana que les seguía. Terminadas las dos botellas de trago  no llegó Lautaro y  ninguno de los amigos para salvar la tarde con más licor. Decidimos ir a dar una vuelta por los alrededores a seguir perdiendo el tiempo y a ver si alguno de nuestros conocidos estaba con ganas de chupar y rajarse otros dos infames.
Llegando a la Héroes del Acre nos introducimos al ex asilo San Ramón; por entonces los internos,  ancianos abandonados por sus familiares, fueron retirados a otro albergue debido a una trifulca entre dos viejos que se habían disputado una sopa de fideo a cuchillazo limpio, quedando uno de ellos con media daga en el ano.

Llegamos a conocer  todos los rincones de ese hospicio, porque, no sé en  qué momento se nos ocurrió a Anzoleaga y yo, estudiar Arquitectura.  Las aulas de la Carrera se habían instalado en ese manicomio. Subimos unas gradas de mármol empinadas, la puerta como de iglesia  impedía entrar al patio central, donde un Cristo de cemento blanco con los brazos abiertos y el corazón en el pecho  te daba la bienvenida, había una especie de catacumbas debajo  la estatua manchada por las lágrimas de los sauces que la rodeaban. En el sótano, los cocineros  habían dejado ollas viejas, sartenes agujeros, calatravas, cuchillos largos y oxidados que usaban los encargados de filetear la carne, estaban sin cacha, por un momento al sostener uno de los oxidados aceros  imaginé el dolor del abuelo que murió ensartado por disputarse su cena.


Salimos de la cueva y nos fuimos hacia una de las aulas de la Facultad de Agronomía, que funcionaba en el otro extremo del edificio, nos encontramos con Lautaro, formaba parte de una red  de vendedores  de droga que se habían loteado las  distintas Facultades para sus negocios anímicos. Vendían  al raleo, coca, hashish, opio  y marihuana y si les solicitabas de antemano te podían conseguir yumbina.  Los ojos hinchados, como si recién se hubiera despertado. Al hablar, parecía que estuviera sorbiendo saliva. El Negro recibió una “jaca”[3] él a su vez le entregó  unos papelitos como si fueran  diminutos sobres de carta. Al volver, los ojos de El Negro Joselo parecían brillar de felicidad. Salimos del aula y nos fuimos al otro lado de la casona; pasamos por unos callejones estrechamente angostos, algunos no conducían a ninguna parte, subimos pequeñas gradas de piedra  hasta llegar a una especie de cámara donde todavía permanecía una puerta de madera gruesa, perecida a una  bóveda de Banco. El administrador del edificio, un camba farsante, nos dijo que ahí encerraban a los viejos y les manguereaban con agua helada para aplacar sus gritos cuando perdían el juicio.
Seguimos nuestro trayecto, para eso, el efecto del  alcohol ya había dejado nuestros cuerpos. Osados,  desafiamos al equilibrio trepando por  los techos de la capilla, donde se podía ver la luminosidad del Illimani, igual a la pintura de Borda, que desde el tumbado de una habitación, Felipe Delgado y sus amigos contemplaban  todas las tardes.

De pronto aparecimos dentro la propia capilla, al descubrir una salida que daba al altar mayor de esa pequeña iglesia. En un rincón estaban apilados unos lienzos rotos con imágenes de Cristo. En la oscuridad pudimos apreciar escenas de la Pasión de Jesús,  parecidas a las de Caravaggio, imágenes de su  calvario. En otro cuadro,  un hombre era desclavado de la cruz por otros hombres, a la derecha vi otras telas firmadas por un tal Villegas, por todos lados habían sillas desplegables de madera y base de cuero, todas rotas. Alrededor de la capilla los ventanales dejaban pasar la luz por medio de vitrales de colores verde y amarillo en forma de trébol de tres y cuatro hojas, y una cantidad de pasajes religiosos que aún los universitarios  conservan.



Anzoleaga ubicó el lugar más adecuado para encender su pipa con la mota que recibió de El Negro, justo debajo de la imagen de la virgen, que aún no la habían retirado. Era una hermosa mujer que llevaba un manto azul con estrellas amarillas,  las mangas anchas y  largas impedía ver sus dedos cruzados, no llevaba al niño, pero tenía un aspecto resignado, miraba a un lado como si no quisiera ver a Anzoleaga,  que  se disponía a drogarse. Joselo le dijo que se apartara del  lugar en señal de respeto, yo hice lo propio; nos alejamos de la cripta y fuimos a parar a otro lado, ¡aquí no nos verá nadie! Dijo Anzoleaga con su encendedor en  la mano. Yo empecé a transpirar porque en varias oportunidades logré engañar a mis adictos compañeros, fingiendo absorber el humo de la marihuana cuando me enchufaban la pipa en la boca; esta vez no creo sea tan fácil repetir  la artimaña. Nos metimos al confesionario que  por varios años, cientos de pecados fueron absueltos, espero que  a nosotros también nos perdonen por fumarnos esos porros sin un cura que nos confiese.
Con total delicadeza, Joselo metió su mano al pecho como queriendo tocarse el corazón; con  el pulgar y el dedo del medio sacó  del bolsillo de la camisa una caja de fósforos que le entregó Lautaro,  tenía el  dibujo de un duendecillo de orejas puntiagudas, como las del  Doctor Spock de Viaje a las Estrellas, el Elfo vestía un  buzo verde con cinturón negro,  las dos manos agarraban un gigante palo de fósforo, su cabellera parecía una llamarada  encendida, al fondo, en color amarillo, se veía el mapa de Bolivia y en azul la silueta de la fábrica de fósforos con las chimeneas humeando. Introdujo el dedo índice para deslizar el contenido de la caja, como si quisiera sacar un palito, al tiempo de abrir alcance a ver la caja llena de  “gras” como también llamábamos a la marihuana. Mi corazón empezó a latir más de prisa,  creí que mis circunstanciales colegas de confesión también sentían el bomboneo cardiovascular que me fatigaba el pecho. No debían darse cuenta de mi desesperación porque yo era el líder del grupo, el manda más, el que  daba las instrucciones, el que sabía lo que  se debía  hacer, aun, cuando fumábamos en los bares y discotecas conseguía evadir sus controles y nunca se dieron cuenta del engaño perpetrado, saliendo impoluto de las sesiones “espirituales” sin que jamás haya injerido el humo de las “habichuelas”. Esta vez no tenía salida, pereciera que el destino nos juntó en ese habitáculo cristiano.

 ¡Puta mierda, es punto rojo! dijo Anzoleaga, con alegría,  ¡colombiana! dijo El Negro Joselo. Se me arrugó el cuerpo, la tensión hizo que me encorvara un poco, las manos no encontraban su lugar, a ratos me friccionaba la barbilla, a ratos me rascaba la oreja, no podía disimular mi nerviosismo, quería salir de allí ¿pero cómo?.  El Negro envolvió uno de sus dedos con papel estañado, como si quisiera hacer un cartucho,  jaló suavemente hasta obtener un pequeño tubo con ribetes blancos; utilizando su dedo meñique doblo una esquina formando una pipeta de estaño, cargó el instrumento con la “colombiana”.  Anzoleaga no se hizo esperar blandiendo el fuego de su encendedor de mecha, la pipa enrojeció como un pequeño volcán, la cara del negro parecía desfigurarse de placer, aguantó la respiración y chasqueo sus dedos, como si algo le picara,  no pudo aguantar más la contención del aire provocándole una tos seca que le hizo, abruptamente, expulsar el humo. En voz muy baja, casi apagada dijo ¡eeessta muy buena!, inmediatamente Anzoleaga se puso el toco en la boca y encendió la pipa, aspiró tan fuerte que hizo reventar, como pipocas, algunos cogollos de la mota, la risa los invadió;  yo atine a reír también, pero con cara de palo. Tensa. Otra vez la tos, invadió el confesionario multiplicándose por el eco en las naves de la iglesia. Anzoleaga se atragantó con la profunda aspiración, sus ojos se inyectaron de sangre expectorando el humo en mi cara. Ahora me tocaba a mí.  Con la tos y sus gestos me sugestionaron más, recibí el instrumento humeante aún;  me sentí  igual  que los soldados de un pelotón de fusilamiento que escogen la pajita más chica, para llevar adelante el encargo.  De miedo Cerré los ojos y chupé la boquilla de la pipa  mojada  con restos de  saliva de El  Negro y del Chato Anzoleaga, intenté retener el humo como en un concurso de quien aguanta más la respiración, evite toser pero la droga pudo más. Me salió una tos de perro profunda y sorda, al  devolver  el  estañado ya me encontraba  volando, es decir, estaba en  pedo.
El tiempo se hizo más lento al abandonar la capilla, como si al atravesar la puerta de salida del oratorio  entráramos en una atmosfera diferente; más de un  centenar  de alumnos  se disponían abandonar  la ciudad, cargaban, picotas y palas,  sus mochilas nos impedían el paso; de repente toda la Facultad se había convertido en una terminal,  el ruido se hacía insoportable y el gas de los motores de los camiones  empezó a eclipsar el sol, estaba totalmente drogado y mis amigos no debían darse cuenta.
Me esforcé por aparentar que todo estaba en orden, aunque todo me parecía extraño: mis movimientos, la forma de hablar, las gesticulaciones de mis amigos, el dejo que imprimían a sus palabras tenían un tono alargado, parecía que estuvieran masticando las palabras y  yo no cachaba su conversación, creo que no me tomaron en cuenta en sus alucinaciones o no estaba sincronizado con sus vibras.
Mis pensamientos, resultado de varios años de sermones de curas en el colegio,  empezaban a acusarme sin tregua. Una voz, no, varias voces que provenían del fondo de mi conciencia adormecida, me sentenciaban que había traspasado los límites de lo permitido y que había entado en otro mundo, una especie de infierno, donde todos sentían la presencia de un extraño, los alumnos y los profesores  me miraban, como si  estuviera  desnudo, más aún como si desconfiaran del intruso que se metió  en ese averno sin haber  hecho méritos, ni haber  pagado derecho de piso, los ojos saltones como  advirtiendo la presencia de un  infiltrado si antecedentes.
Mantuve la calma, quería correr, pero  no podía darme esa licencia; era yo el líder, un líder de papel que estaba a punto de hincarse y  ponerse a llorar de arrepentimiento, pero más pudo la apariencia, aunque muy deleznable, en cualquier momento me derrumbaría, aunque por dentro estaba por lo suelos.
El Negro, versado en esas lides, se dio cuenta de mi silencioso tormento, le hizo una señal a su cómplice y urdieron un plan para divertirse conmigo. A mi martirio unidimensional se sumaron el léxico engolado de sus palabras, que me sugerían las más alocadas alternativas para salir de este trastorno sicotrópico que me mandó por un vuelo incontrolable. Narcotizando hasta la fibra más diminuta de mi cerebro no  tenía alternativa,  y confiado en sus recomendaciones, claro, no podía dudar de hombres de dilatada  experiencia y años de práctica marihuanil, seguí  sus consejos y  entre al juego, sin saber que era un juego de drogos que me elevaría más la confusión,  creyendo de esta forma salir del pedo.  
 Mi mente sentía una polifonía de voces, de las que destacaban las del Negro Joselo y Anzoleaga, sumadas al eco de mis más profundos valores éticos y morales, ambos entraron en tensión sobretodo  las ideas del bien y del mal, no se si existirán otras ideas para evaluar tu comportamiento, quizá una tercera opción para librarnos de esa dicotomía  que rige nuestros actos.  En ese momento atiné a identificar al mal en las voces de mis colegas, y las del bien a las estructuradas por la sociedad,  aunque ambas llegaban de igual manera a ajusticiarme en un torbellino de pensamientos  y lucha inmaterial, poniendo en duda toda una escala de valores y  mi incipiente capacidad, enturbiada por los alucinógenos, de elegir el camino a seguir.
Anzoleaga me dijo que para salir de la confusión,  que hasta ese momento olvidé que fue producto de la aspiración del humo de la yerba punto rojo de origen colombiano, debía seguir atentamente el juego de los números donde el Negro Joselo, aleatoriamente pronunciaría cantidades numéricas y que yo debía adivinar el siguiente numero que se originaria en la mente de este inadaptado, claro esta, toda la noche estuve repitiendo números sin nunca coincidir con las cifras de El Negro y a cada intento fallido, surgían las risas de mis crueles amigos y yo me sumía más en el laberinto de angustia y desesperación por salir de este ingenuo adormecimiento.
Al fin algo de razón asomó  por mi débil y manejable conciencia. Presa del pánico decidí alejarme de mis eventuales camaradas de vuelo, salí disparado por la puerta de garaje del Monoblock el  cual no sé cómo llegamos, atravesé la 6 de agosto cerrando los ojos,   subí por la Aspiazu hasta dar con la Av. Ecuador, llegue hasta una capilla donde noche antes el cura celebró una misa al compas de “Escaleras al Cielo” de Led Zeppelín, vi las luces encendidas,  creo que estaban celebrando un matrimonio y se disponían a recibir el santo sacramento, me puse a la fila de los feligreses y los testigos de la boda  con la seguridad de que el cura, que se parecía al Negro Joselo no me preguntaría un número antes de darme la ostia, la que me retornaría con los buenos.
Desperté en mi cuarto, creo que era cerca de la tres de la mañana, mi madre me daba una infusión que contenía flores amarillas con leche, sentí una tos muy fuerte que hacía saltar mis ojos de sus órbitas, miré a mi alrededor y vi una cantidad de frascos de remedios para la tos, creo que eran cerca a diez los que me había tomado, solamente quedaban dos pastillas de la sarta de antigripales  que había injerido,  que según mi hermano fueron los que me causaron esta pesadilla. Hasta ahora no estoy seguro de que mis alucinaciones fueron producto de  la  marihuana que fumé o los efectos de los medicamentos que exageradamente tomé para curarme del resfrió a fin de  asistir al  examen  final para titularme en la carrera de veterinaria  y aún no puedo darme cuenta si fue un sueño o realmente pasó esa extraña experiencia con  El Negro Joselo y Anzoleaga. Aunque no tengo amigos que se llamen así.


[1] Mirar
[2] Ondulado
[3] Caja de fósforos

jueves, 25 de julio de 2013

RESFRIADO EN CARACAS



Hace poco fui confinado de la televisión local por intereses mezquinos de su Directora que urdió un plan para apartarme de la programación en caso que no cumpliera sus afiebradas exigencias. Libre de tener que acceder a esas detestables y malsanas obsesiones opté por una beca al curso de Cultura Latinoamericana y Caribeña en el CELARG de Caracas. Como siempre, antes de subir a cualquier avión, tuve que visitar a mi psicólogo para que me convenza que durante las cuatro horas de viaje, la nave no sufrirá contratiempos ni se estrellará conmigo a bordo, obsesión  que me invade antes de subir a cualquier aeroplano. De nada sirvió la terapia “express” y los antidepresivos recetados; durante el vuelo estuve adherido al asiento  cerca a la ventanilla que da a las turbinas, los ojos desorbitados, como los de un gato en medio de bocinazos. Camino del hotel sentí el sofocante clima caribeño. Como siempre el taxista estuvo malhumorado, no pudo dar con el alojamiento que reservé antes de concretar el viaje. Se nota que quiere deshacerse de mí, porque le dije que pagaría al llegar al hotel; seguramente se dio cuenta que no llevaba billetes venezolanos y que armaré todo un revuelo con el encargado del hotel para que pague la carrera. Menos mal que el Botones rápidamente se dio cuenta que no traía efectivo y se entendió con el roñoso taxista. El calor en el  hospedaje daba la sensación de estar al lado de un horno de fundición. Apenas pude dormir. Al despertar sentí que algún sancudo se aprovecho del dedo gordo de una de mis piernas, dejándome un  rojo sabañón más parecido a un juanetes, el escozor impidió que me concentre durante la inauguración del curso, que a momentos, abandonaba para rascarme la falange del pie con especial deleite. Odio los dispositivos de aire acondicionado ubicados por todas las salas del centro académico que luego de tres semanas de clases, encerrados como en un frigorífico, empecé a percibir escalofríos, catarro y molestias gripales que los altiplánicos sentimos al pisar suelo tropical. No pude más, salí desesperado de la congeladora, donde mis compañeros caribeños se sentían a gusto; en la calle, nuevamente el calor infernal, me subí al taxi y automáticamente se cerraron las ventanillas y otra vez el maldito aire acondicionado que me enfrió el cuerpo como los rieles del tren en Siberia. No atiné a decir nada, solo miré la cara del conductor que sonreía  creyendo que me complacía al poner frío su carro. Bajé maldiciéndolo. En la botica, me sentí  como una carne congelada que se va cocinando a la parrilla, nuevamente el calor empezó apoderarse de mi cuerpo, pedí al farmacéutico una pastilla para que me corte esa viscosa y sobreabundante mucosidad que no soportó ningún kleenex; llegué al hotel con cinco variedad de antigripales, la temperatura de mi cuerpo más el calor sofocante de la habitación mi hizo encender el odiado aire acondicionado, creo que  pasé más de una hora prendiendo y apagando, girando y aplastando el termostato para hallar la temperatura adecuada, lo único que conseguí fue embromar la perilla. El cuarto empezó a calentar más de lo debido, las paredes parecían hechas de ladrillos recientemente horneados, pensé que era  la temperatura de mi cuerpo y decidí, de una vez por todas, cortar este resfrió. Me fui al baño, abrí mi pequeño bolso que llevo a los viajes; un pequeño botiquín con una variedad de remedios para momentos difíciles como el que ahora enfrento, saltan a la vista una infinidad de pastillas para el estreñimiento, calmantes para las muelas, cápsulas para el dolor de cabeza  y algunos ungüentos. Saco una bolsita de té de manzanilla, abro el grifo de agua caliente del lava manos y dejo que la manzanilla se disuelva a tiempo que cuelgo una toalla en mi cabeza con intenciones de respirar profundamente el vapor que emana del pequeño recipiente que está a punto de rebalsar. Apenas logro humedecer la cara cuando el agua invade la repisa, el calefón se queja por el esfuerzo y emite un rugido de cañerías retorcidas enfriado estrepitosamente el agua. Frustrado en el intento de improvisar un vaporizador decido acostarme con la ventana abierta, busco en los veladores “Mentisan” remedio milagroso elaborado en altas montañas de los andes, que la  noche anterior me estuve untando al cuello; no hallé por ningún lado el pequeño envase, sospecho que la mucama lo sustrajo para espantar a las cucarachas. Apelo nuevamente a mi bolsa de remedios, encuentro un parche “salonpas” seco, sin el olor a alcanfor. El pesimismo me invade, tiró bruscamente los remedios junto a su bolsa, las ampollas de vitamina B 12 explotan en la pared, los antidepresivos y la receta para adquirirlos sin problemas, se hunden en el líquido rojo, quisiera llamar a uno de mis compañeros de aula que también están alojados en el hotel; un chileno y un mexicano con los que más afinidad tuve en estos días, pero decido no molestar, pese a que noche antes tuve que friccionar las espaldas escuálidas del mapochino, que también sitió el síndrome de los ventiladores. El calor es insoportable, pero  me estoy congelando; me meto en cama, siento que no lograré conciliar el sueño debido a la gran congestión, hago esfuerzos por llenar de aire mis pulmones y solamente alcanzo a suspirar, creo que la mucosidad terminará ahogándome, aún cuando hace un rato vacié mis fosas nasales de esa melaza amarillenta. Tirado en cama boca abajo y con un brazo colgando como péndulo, rendido logro divisar al pie del velador una minúscula pomada envasada en lata de color rojo con letras chinas, destapo el ungüento, que más parece grasa de automóvil, aplico su contenido, un cebo color café, mi pecho decolora en rojo por la intensa fricción y como por arte de magia y  en pocos segundos, la pomada convertida en aceite deja penetrar libremente el oxigeno por mis arterias pulmonares, caigo rendido al sueño y bendigo a los chinos por su diminuta pomada. A las  cuatro de la mañana, luego de una hora de sueño, siento la sensación de ahogo. Me despierto sobresaltado, respiro como si tuviera algo atravesado en la garganta y percibo esa pegajosa jalea con  la sensación que se ha esparcido como  una gelatina por toda mi caja torácica, reflexiono mentalmente y culpo al “mentisan chino” de haber duplicado el moco, incluso siento el peso de esa masa que me impide tragar el aire. Para esto mis nervios ya están crispados y estoy a punto de perder la cordura, decido pedir auxilio, llamo con desesperación a mi colega chileno, las palabras se me apagan, como si estuviera hablando en voz baja, le digo que me lleve a un centro médico que en cualquier momento moriré asfixiado; del otro lado del auricular y a medio despertar me dice que no debía haber interrumpido su sueño y que llame al encargado del hotel, el momento es crucial y no me queda tiempo para insultarle por la descortés respuesta. Creo que los minutos apremian y si no reacciono rápido moriré atragantado por esa especie de silicona en que se ha convertido mi secreción pulmonar, decido salir de la habitación en busca de ayuda, llamo al ascensor que no se deja esperar, desciendo hasta hablar con el encargado que me nota un tanto morado, como si alguien acabara de estrangularme, atino a balbucear algunas palabras que, seguro por la desesperación, el encargado no me entiende y decide hacerme señas donde se encuentran los radio taxis del hotel, con los pies descalzos y sosteniéndome el pijama con una mano para ocultar  mis nalgas flácidas, imploro que alguien me lleve a un hospital, los chóferes están más ocupados en su juego de naipes  y me miran como si fuera algún mendigo alcohólico semidesnudo que grita con voz ilegible. Al fin uno, el más joven del grupo se digna ayudarme, para esto ya estoy en completo pánico y complico aún más mi ventilación pulmonar al no recibir oxigeno en cada inhalación que hago, grito con todas mis fuerzas y no logro articular palabras, creo que es el fin. Busco algo filoso para aplicarme una artesanal traqueotomía, para mi desgracia no hay nada  parecido a una navaja o bolígrafo para asestarme un corte en la yugular, inclino mi cabeza la apoyo al respaldar del asiento para estirar la laringe, como en una silla de dentista, los dedos en ve, como si estuviera haciendo la señal de la victoria, pero cerrados y hacia abajo, logro introducirlos en mi garganta, como si tratara de recoger una horquilla de un pequeño orificio. Con fuerza logro clavar mis dedos para abrir paso al aire, que de por sí es más grueso y pesado a esa hora. Lo único que logro es provocarme una arcada que devuelve parte del sándwich que me comí en la tarde. La escena es desesperante porque atormento al taxista golpeando su asiento exigiendo velocidad. Llegué al hospital colgado del hombro del conductor,  atravesando una hilera de baldosas en medio del césped, mis pies despojados de los zapatos sintieron la rugosidad  del pasto que empezaba a sudar igual que yo. Dos hombres vestidos de blanco me dieron la bienvenida, los reconocí con la alegría de un perro que ve a su amo después de mucho tiempo, me subieron a una camilla a tiempo que trataba inútilmente de explicar mi problema respiratorio. Me pidieron alguna identificación y si yo estaba asegurado en esa repartición médica, sólo atiné a mover la cabeza negando aquella condición, lo que inmediatamente borró la sonrisa de los galenos que me dejaron en medio pasillo exigiendo que pase a cancelar mi derecho de atención. Me quedé más mudo de lo que había llegado, acaso no es una emergencia grité, no sé si mentalmente o con palabras débiles que para ese momento no alcance a diferenciar. Debí poner  cara de Lázaro antes de su resurrección que logró ablandar el corazón de mi amigo taxista, se apiadó de mi condición, pagándome la consulta al que casi hincado, agradecí. Al día siguiente me encontré subiendo al avión que me traería de vuelta, sin lograr recibir mi certificado de participación del curso de Cultura Latinoamericana.